CARTA DE NANO
MIS ÚLTIMAS VACACIONES EN LUMACO
Los pesados pasos del tío Carlos se escucharon en aquella recordada mañana de marzo despertando a todos los viajeros y casi de inmediato la sinfonía Nº 40 de Mozart irrumpió del aquel negro despertador señalando las 4 de la mañana, salté de la cama y tanteando en la oscuridad buscando mi ropa preparada ya la noche anterior, me vestí rápidamente y lavé en el lavatorio de fina loza junto al jarrón lleno de agua y el respectivo recipiente ubicados en una mesa a los pies de mi cama.
En el comedor, una palmatoria y la llama titubeante de la única vela, estaba en medio de la mesa, de pronto aparece la tía Guille y luego la tía Eli para apagar aquel vociferante reloj y exigiendo silencio pues se corría el riesgo de despetar a “su Mimí”. Las tazas humeantes con la leche caliente, el pan amasado del dia anterior y la mantequilla batida sacada de la leche de la “vaca linda”, estaban ya puestas en la mesa. Los viajeros empezaron a aparecer. Sonreí para mis adentros sabiendo que ella estaba atenta a los acontecimientos que se desarrollaban en uno de los costados de aquella enorme casona. Siempre había sido así. Todos nos habiamos despedido de la Mimí la noche anterior, pero como en otras ocaciones me escabullí en puntillas a su dormitorio ubicado a la entrada izquierda junto al altar de la casa, abrí lentamente la puerta y me acerqué a su cama; escuché suavemente sus dulces palabras, nanito, dijo, ¿le llevas las humitas a tu mamita? y no olvídes los calzones rotos y dale mis saludos a tu papito y la Elvirita; proseguía y cuando me vas a venir a ver, y yo respondía, lo antes posible, tal vez para Semana Santa pero seguro para las vacaciones de invierno, la besé y solté su fría y delgada mano, salí con paso urgente, ¡buenos mal que no me pillaron!, ésta escena se había repetido en otras ocaciones, pero ésta vez había sido más larga, ¿seria un presagio? pensé con preocupación, y repentinamente recordé aquel sábado de Semana Santa del año anterior, cuando llegó a Angol la noticia de que la Orlanda, enfermera de la casa Socorro de Lumaco, iba a realizar un curso a Temuco y la Mimí tenía que ponerse con urgencia unas inyecciones recetadas por el Doctor Hayermann de Angol y las tías Chela, Eli, Guilli y Lali tenían que resolver el problema: Roberto Arnovouil también enfermero fue descartado por ser bueno para el trago; la Elvira tiene que venir inmediatamente concluyeron, hay que llamar a Orlando. El viaje se organizó para el dia domingo y con mi madre tomamos el tren de las 11 de la mañana. Una hora después, en Saboya y el plantón de costumbre de siete horas; mi madre con aquella paciencia que le caracteriza sacó de un bolzo unas presas de pollo, unos huevitos duros, pancito, una botella de granadina y a almorzar se ha dicho. Las horas transcurrían lentamente y yo aprovechaba el tiempo para jugar al trompo y mi madre leyendo la revista Eva y continuamente vigilando mi pasos. El viaje fue tranquilo salvo los clásicos mareos de mi madre, y finalmente llegamos a aquel pueblo de los Parra y los Salasares, tranquilo, maravilloso y con tanta historia; como siempre el tío Carlos atento a nuestra llegada tomó los bolzos y nos fuimos cuesta abajo; esperandonos en la puerta las tías Eli y Guille; rápidamente entramos a los apocentos de la Mimita, una pieza amplia, ordenada y con las cortinas entreabiertas dejando pasar solo una tenue luz, ella arrellanada y ligeramente levantada sobre grandes almoadones y las sábanas de crea increiblemente blancas nos recibió felíz, pero se veía tan enferma, débil, pálida y tan pequeña tal vez ya rendiendo tributo a tantos años de sacrificios, luego sacando fuezas de flaqueza impartío débilmente algunas órdenes respecto a la comida que debían ofrecernos.
A las diez de la mañana del día siguiente empezaron los preparativos. Mi mamá sacó una caja metálica donde había dos jeringas, escogió la más grande, la introdujo en una olla enlozada nueva y la hirvió por media hora y posteriormente en el dormitorio de la Mimí tomó una de las ampollas, la partío y procedió a extraer aquel liquido viscoso y amarillento que debía trasmitirle vida a la Mimí. Yo me preguntaba,¿como sería posible que esa gruesa aguja pudiera encontrar la vena?. Y debía ser a la primera. Los esfuerzos de mi madre surtieron efecto y a continuación aquel liquido debía entrar lentamente y mi madre encorvada sobre el brazo izquierdo de la Mimí casi sin moverse, mientras yo le secaba la traspiración de su frente con una toalla, los colores fueron apareciendo lentamente del rostro de la Mimí y cuarenta y cinco minutos después un largo suspiro de alivio señaló el término de la intervención. Luego mi madre le cepillaba su largo y canoso pelo, le arreglaba las uñas de manos y pies. Enseguida el almuerzo que consistía en cochalluyo con papas, todo molido. Eso y leche era lo único que resistía. Esto se repetió por los seis dias siguientes.
Desperté repentinamente de aquellos dolorosos recuerdos volviendo a esa amenazante y oscura mañana de marzo y el tío Carlos ya se había adelantado y ésta vez con una lámpara a parafina, rápidamente nos despedimos y enfilamos rumbo al Paradero del tren siempre subiendo por calle Prat, despareja, áspera y la pasada del puente Rapaco peligrosa, había que estar muy atentos para no caer. El Paradero ya había recibido a otros pasajeros situación que se demostraba sólo por sendas lámparas que portaban. A la distancia apareció de pronto una pálida luz acompañado de un ruido ronco. De pronto desapareció enseñandonos un recodo de la línea férrea para reaparecer tras largos minutos y el pitazo agudo junto con la campanilla anunciando su entrada victoriosa crepitando fuego y hechando humo, vapor y chispas por todos los costados; lentamente se detuvo para recoger a sus pasajeros.
El tren partío, de espaldas a la ventanilla, me acomodé y observé a aquel corpulento y bamboleante tío, sordo de nacimiento, que caminaba apegado al carro por largos metros, como impidiento nuestro viaje; me faltan las palabras para describirlo, una bondad tan grande como su fuerza física (era capaz de hecharse un saco de trigo al hombro sin ningún esfuerzo); recuerdo aquellas tardes de verano en que ritualmente a las cuatro de la tarde ibamos a la huerta, escogíamos un par de tomates, un pepino y preparaba la ensalada en una fuente de loza blanca, la dividía en dos partes proporcionales, y le agregaba un ají verde a su porción. ¡Que hermosos recuerdos!.
Nuevamente retorné a la realidad, el tren a punto de llegar al puente del y tratando de adivinar la ubicación del níspero, lugar de observaciön para bienvenidas y despedidas. ¿Cuantas carreras a aquel lugar esperando que algún querido pariente elevara sus brazos enarbolando un pañuelo en señal de saludo y las consabidas carreras al Paradero para recibirlo?.
Posteriormente, la estación de Lumaco, ya amanecía, había que bajarse sin apuro y comprar el boleto en aquella oficina apenas iluminada y continuar viaje por Lolenco, Ranquilco y aprovechando la bajada de Centenario para llegar hasta Saboya para la conexión con el tren grande.
No pude volver para la Semana Santa de ese año, pues recibí un rotundo no de mi padre, aquel hombre demasiado bueno y ya cargando con la experiencia de llevar dos familias, primero por algunos años a cargo de sus hermanos y luego con la nuestra; y prosiguió, ¡irás para la vacaciones de invierno!.
Posteriormente, vino el terremoto más grande ocurrido nunca, fue a las cinco de la mañana y la réplica peor aún a las tres de la tarde del 21 de mayo de 1960. Se nos vino la casa al suelo y anduvimos como gitanos un largo tiempo. Aquel día nuestro pensamiento, como sin lugar a dudas el de toda la familia voló raudo a Lumaco, ¿Cómo estará la Mimí? . La comunicación fue dificil finalmente la respuesta llegó, había sufrido mucho y estaba muy delicada.
En la mañana del sábado 4 de junio llegó la triste noticia, la Mimita se había ido. Aquel terremoto fue demasiado. Ante mi insistencia por acudir a su funeral recibí como respuesta otro no, pues debía quedar a cargo de los otros hermanos.
Los siguientes veranos visité Lumaco esporádicamente. Rememoré escenas anteriores, como aquellos largos preparativos para asistir a misa, y los infaltables almuerzos dominicales con el Sr. Cura; los juegos noctámbulos en el Rapaco lleno de luciérnagas, la alimentación de lo animales que devolvían con creces nuestras preocupaciones y tantas otros momentos hermosos. Ahora sin ella ya no era lo mismo y además debía dejar mi lugar a los primos más jóvenes de mi generación.
Ahora, años después, se me viene a la memoria con nostalgia aquellas mis últimas vacaciones y pienso en voz alta, gracias Mimí por haberte tenido en los mejores años de mi vida.
Nano, un histórico.