MUNDIAL
Pasamos la primera ronda, pero el cacho del toro entró por atrás del indio pícaro.
Pasamos la primera ronda, pero el cacho del toro entró por atrás del indio pícaro.
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Me “carcurizo”, la emoción me nubla la cabeza y no quiero verla, no quiero ver la pelota en el área de Chile, me malacostumbraron a verla siempre cerca de la otra red, ojalá prisionera, clavada como bandera entre los palos de los otros, no importa cómo se llamen ni a qué continente pertenezcan. Es que esto es más que una pelota y una docena de hombres corriendo detrás de ella. Éste es el mar de Chile que se levanta y se convierte en cielo, como en un poema de Zurita. Esto es el acabose de las cordilleras, esto es el desierto florido, arrebatado por una inaudita primavera. La primavera del alma de Chile, del ser que teníamos escondido en el patio trasero, pero que ahora estalla y lo hace sin condescendencia ni piedad, porque somos otra vez los guerreros mapuches en una guerra de fronteras, atacando por todos lados, poniendo en aprietos al enemigo, sorprendiéndolos, “estos indios tan bajos y con tanta garra, joder”. Mañana los haremos morder el polvo porque llevamos su sangre, pero transcurrida por estos ríos y estas piedras. Porque nos robaron el oro, pero nosotros les robaremos la pelota. Porque nadie para a Chile cuando se desborda a sí mismo, cuando se hace diluvio, cuando todos los faros de este extremo sur se encienden, cuando no nos achicamos, sino que nos alzamos como cumbres y nos hacemos bosques de hoja perenne y volcán. “Chile es fuego” tituló días atrás el diario español El País. Sí, Chile es volcánico y nuestra dulce lava está quemando los pastos de Sudáfrica. Somos un fuego que abrió los frígidos candados del cantón suizo, un fuego indio que puede arruinar mañana el refinado juego de la engreída patria madre. Sí, sé que me excedo, que exagero, que me carcurizo a veces. ¿Es que la euforia y la pasión de Carcuro y la sapiencia eterna del “Sapo” Livingstone no merecían acaso una Roja como ésta? Mal que mal somos un país que ha sabido sacar la voz con sus grandes poetas, un país de gente pequeña, tímida, dulce, pero que cuando se encuentra con su destino gabrielea, pablea, vicentea, violetea, gonzalea y nicanorea, y sabe derrotar su atávica vocación por la derrota, y conjurar la fatalidad, y “la culpa la tiene el árbitro”, y el “será de Dios”. Chile será de Dios, cuando nosotros seamos dioses en la cancha y lo estamos siendo, Chile será eterno como sus nieves eternas cuando dejemos de llorar y hagamos llorar a los otros, cuando flameemos en todas las canchas como una sola bandera. Creamos y creemos, sintamos con convicción que el mapa se dio vuelta, y Chile está arriba y no abajo, creamos en que jugar es lo más serio, tomémonos en serio por una vez, como lo han hecho los grandes creadores de esta patria. Dejemos atrás la chunga, el pillaje, la pequeñez, “piñisquemos” la grandeza, enamorémonos de su textura, de su olor. Al terminar estas palabras les pido, señores oyentes, me permitan homenajear sin tregua y sin medida al más grande director de orquesta de la patria de las últimas décadas. Digámoslo con todas sus letras: sin el profesor Bielsa, todas mis palabras serían solo “letras” muertas. Nos faltaba una obra grande para llegar al Bicentenario, una que los que conducen los destinos de Chile no pudieron levantar en estas décadas, porque perdieron y siguen perdiendo el tiempo entre farándulas, ahogándonos en un mar de fatuas promesas. Bielsa, en cambio, se levanta como el nuevo padre de la patria, un padre riguroso, pensante, serio, sobrio, sólido. Él es nuestro Andrés Bello del fútbol, nuestro Portales en la cancha, él puso orden en el gallinero, él nos cambió el pelo y la piel y el alma. Me “carcurizo” de nuevo, me pongo de pie, me arrodillo como indio agradecido ante el gaucho milagroso y, sin vergüenza y con la razón y la fuerza, tengo todo el derecho a gritar, esta vez sí que sí, y avalado por una excelencia de verdad y no una excelencia a medias: ¡Viva Chile, m....!
Jueves 24 de Junio de 2010
Me carcurizo
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Posibilidad de llegar a la final | |
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En vista de los partidos jugados....
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Aunque mis recuerdos, a través de la mirada de un niño, no sean precisos y pueden haber grandes pérdidas al trasladarlos al presente, sin embargo, hoy la tengo claramente en mi mente y ya a medio siglo de su desaparecimiento en la forma física pero no en el espíritu, y a pocos días de un terremoto devastador, como si ambos acontecimientos fueran una señal para que la conservemos en nuestros pensamientos. Su figura era delgada en su estatura menuda, atildada, vestía rigurosamente de negro, porte digno, tez trigueña, facciones correctas, ojos café claros de mirada bondadosa, sin malicia y con un resplandor que irradiaba autoridad. La grandeza de su alma se fundaba en la cantidad de sus virtudes; artista en las labores del tejido, conversadora fina y de vocabulario fácil, utilizando siempre un lenguaje decoroso y nos daba verdaderas lecciones de fe dirigiendo todas las tardes las oraciones en el altar erigido en casa, especialmente durante el mes de María, preocupada también de lo que debía prepararse para las comidas. Exigente en la educación de los hijos; los domingos en la tarde, cuando los cinco hijos mayores viajaban a lomo de caballo a Traiguén para continuar sus estudios, enviaba como contribución a su hermana Prosperina por la ayuda que recibía, aves, huevos, frutas y legumbres; en una ocasión uno de los hijos se devolvió aduciendo que su caballo era malo, y la Mimí al no encontrarle la razón le dio con una varilla al animal, y le dijo ¡se va inmediatamente a estudiar!
Su gran temple se demostró en aquellos lejanos tiempos y con sólo dieciséis años de edad, cuando tomó la firme decisión de casarse -contra la voluntad de su familia- con nuestro Manuel Artemón, un agricultor propietario menor y con el doble de su edad, pero su recia estampa y altura moral eran sus antecedentes que la conquistaron para toda la vida. Ella a salvo de toda vanidad, se dispuso a envejecer a su lado, sin ambiciones y en el lugar elegido, donde crearon una gran familia cuyo linaje se ha mantenido en el tiempo.
Traigo a la memoria aquellos solemnes domingos cuando desde muy temprano nos preparábamos para asistir a la misa y los chiquillos de entonces nos exponíamos a las exigencias de las tías Eli, Guille y la Mimí que con aquella paciencia que le caracterizaba me elegía para tratar de doblegar mi rebelde pelo a punta de gomina y otros artilugios. Después del culto, recibíamos la visita del señor cura, y a soportar las largas conversaciones entre el abundante almuerzo -en que predominaba la cazuela de ave, las humitas y los choclos con mantequilla- y, la once con rosquillas; ceremonia que se repetía invariablemente todos los domingos.
Había momentos en que sentía dolores intensos debido a tres soplos cardíacos que sobrellevaba con valor; en esos momentos todos nos desesperábamos y en especial el tío Carlos, quién con gritos guturales corría en busca de jugo de limón; la Mimí se lo bebía puro, en pequeños sorbos y la calma llegaba lentamente; el limón, agüita de las Carmelitas y toronjil no podían faltar en la casa de nuestros ancestros. En las tardes, luego de la siesta leía diarios y revistas como la Rosita, el Vea y el Fausto que releía permanentemente. Le fascinaban los helados y el chocolate; en cuanto a la fruta prefería la sandía y era famosa la competencia entre los tíos del norte por llevarle la más bonita.
Su prematuro deceso, en las primeras horas de aquel fatídico sábado cuatro de junio de 1960 (no cumplía aún los setenta años) fue sin duda debido al peso de largos años de sacrificios, en que la vida le pasó por dentro y donde la enfermedad y la muerte rondaron en aquel hogar desde temprano; primero el pequeño Daniel, luego la enfermedad de Carlos, el asesinato cobarde de Manuel, el trágico accidente de Sergio y finalmente el fallecimiento de su amado esposo.
No puedo dejar de recordar en estos momentos a nuestro gran referente, el abuelo Artemón, quién en un escenario de dramatismo presentía que su enfermedad era terminal, sin embargo, en ese momento supremo no sentía miedo sino una profunda sensación de aflicción al pensar que iba a dejar a su adorada esposa en una situación desmedrada, sola en un pueblo que no ofrecía ventajas, sin una pensión que la consolara, con hijos todavía en edad escolar y tantas cosas que dejaba sin terminar. Su muerte trajo como consecuencia el desconocimiento de algunas sociedades en ovejas y vacunos que él mantenía con mapuches y también con el inefable Gumersindo; de ahí el rencor hacia ellos que adquirió el tío Carlos.
Sin embargo y pese a todo, hubo muchos y grandes momentos en que reinó la paz y la felicidad en aquella, la generación de nuestros padres, luchadores todos por un porvenir mejor, honrados y formadores de hogares estables y prósperos gracias al entrañable Artemón y fundamentalmente a nuestra esforzada y amada Mimí. El recuerdo a esa madre, cuya veneración rayana en la idolatría, la hizo adquirir para los tiempos venideros de una especie de aura de leyenda, nos permitió heredar el amor conyugal incluso hasta después de la muerte, el amor por la familia y por el prójimo. Su recuerdo vive, para hacernos sentir que no estamos solos, que somos sus hijos, y sin duda, es el ángel de la guarda de la familia.
Nano (un histórico)
Publicadas por Orlando Parra a las 9:22 p. m. 7 comentarios
Etiquetas: Recuerdos